En mi ya largo trasegar por varias ciudades y recorrer caminos (sinuosos
algunos, otros llanos y confortables), asistí por primera vez a la sesión de un
Concejo Municipal.
La reunión se convocó para las 9 am y empezó a las 9 y 45 (dizque que hora
colombiana, comentaron los atrevidos) y a esa hora no había llegado la
totalidad de los concejales.
Murmullo, mucho ruido, cuchicheos, risas, críticas, de pronto un grito llamando a alguien, era lo
que tipificaba el ambiente.
Al frente, con una pompa discreta, las 13 curules de los honorables
concejales, 3 de las cuales eran respetables damas de la sociedad. Ninguno de
ellos mostraba afán ni llevaba corbata.
Se iba a discutir si se le prolongaba el convenio a una empresa que en
junio de 1998 (hacía veinte años) había sido contratada para proveer un
servicio esencial a toda la municipalidad. La prestación de éste, durante los
últimos diez años, fue criticada por miembros de la comunidad quienes se quejaron
del incumplimiento, la mala calidad del servicio y la ineficiencia en atender
los llamados para solucionar casos puntuales. Algunos sectores, para obligar a
la ejecución de un buen servicio,
instauraron acciones populares y enviaron derechos de petición, misivas respetuosas y el problema nunca se
solucionó.
El concejal ponente, en una breve alocución, manifestó que como en la
primera audiencia ya había hecho su disertación, llamaba ahora a los ediles, a
la discusión final.
En el auditorio, había más de 100 personas de las cuales un porcentaje muy
elevado eran funcionarios públicos que “vox
populi” y en algazara desbordada expresaban su respaldo a la continuidad
del contrato.
Quien presidía, enfatizó que el evento no era un Cabildo Abierto por
consiguiente no estaba permitido, por
reglamento, a nadie, distinto de los
concejales, entrar en la discusión.
Éstos, empezaron a debatir. Algunas intervenciones fueron gaseosas,
volátiles, poco centradas y otras con ánimo oportunista de querer “brillar”
ante el grueso de espectadores, desconociendo al auditorio, ignorándolo, se
sentaron literalmente en la palabra y se extendieron en discursos fofos, vacíos, veintejulieros, sin
argumentos. Solo dos de los cabildantes fueron acertados y objetivos.
Lo más lamentable, es que no había un procedimiento parlamentario acordado.
Todos hablaban sin solicitar la palabra. Interrumpían la intervención de otro, arrebatándole
su turno. El auditorio dejaba escuchar voces de protesta anónimas que eran calladas
por la directiva con amenazas de retiro del recinto. En un momento pareció que
se iba a armar una zambra. Entre el público había sujetos que definitivamente
no respetaban la autoridad militar ni la de la mesa directiva. En actitud
desafiante se campeaban como pavos por el hemiciclo.
El respetable, reclamó la
intervención de los abogados para dilucidar por qué la Administración se obstinaba
en prorrogar un contrato leonino, abusivo y ventajoso que en nada favorecía a
la ciudad ni a sus habitantes y que con creces había demostrado que solo
favorecía a una parte.
Tomó la palabra un abogado que más parecía ser el defensor de una persona
que de un ente administrativo. En resumen no aclaró, justificó ni dijo nada que
aportara solución al conflicto. De él se esperaba que explicara las bondades de
entregar el contrato a una empresa particular en vez de dejarla en manos del Municipio, como pedía
la gente. Pero el personaje, hablando de sanciones o penalidades por
incumplimiento, aterrorizó a concejales y al auditorio con un castigo económico
monumental, que impondría la concesionaria, sino se prorrogaba el convenio.
Pasadas tres horas, con suficiente ilustración, ya sabíamos cómo iba a
quedar la votación porque cada interventor lo manifestó públicamente. Sabíamos
que iba a ganar la Administración que quería prorrogar el contrato por otros
diez años. La verdad es que la Ley de
bancadas, un esperpento creado
mediante la Ley 974 de 2005 dizque para mejorar la “representatividad” y la “legitimidad” pero
que en realidad elimina la autonomía,
independencia, individualidad a congresistas, diputados, concejales, ediles, etc. obligaba a los cabildantes a acogerse a
una decisión de grupo sin importar el pensamiento personal. Y agregado a esto
apareció el adefesio de las coaliciones que son otro desaguisado
político mediante el cual se apabulla al contendor a través de mangualas grupales que une a antagonistas tradicionales
(liberales con conservadores; gobiernistas con oposición, etc.) para “destruir”
las pretensiones del contrincante.
Yo me salí del recinto sin conocer los resultados. Los conocí después en las redes. 7 a favor de prorrogar el
contrato y 6 en contra.
Lo que si me quedó muy claro, es que el pueblito no fue capaz de asumir un
servicio que genera una ganancia bruta, neta de entre 100 y 200 millones de
pesos mensuales. Que los concejales y la Administración Municipal tenían miedo, mucho miedo, que les aplicaran el artículo 53 de la Ley
Anticorrupción y los acusaran de negligencia por no haber tomado la responsabilidad hace un año de rechazar el
manido contrato, vigente y firmado de
acuerdo a la Ley 80 (Ley de contratación estatal). También entendí que nuestros
honorables concejales no son los voceros del Pueblo como lo pregonan “Sotto y
Tutto voce” y que no fueron elegidos por la Sociedad sino por los partidos
a quienes se deben y con quienes ganan o pierden.
Cuentan quienes allí estuvieron que a lo último, hubo aplausos y abrazos de los aúlicos, los correveidiles, el corifeo de lobistas que definitivamente no se enteraron del mal que le hicieron a un pueblo entregándole a un privado un servicio que le podía aportar desarrollos a la ciudad.
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